Apéndice p. 656

SAN PABLO, APÓSTOL

 

1.

De la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, del papa Pablo sexto

(Núms. 45-46.75)

La evangelización con los medios de comunicación social para «predicar sobre los terrados»

En nuestro siglo influenciado por los medios de comunicación social, el primer anuncio, la catequesis o el ulterior ahondamiento de la fe no pueden prescindir de esos medios, como hemos dicho antes. Puestos al servicio del Evangelio, ellos ofrecen la posibilidad de extender casi sin límites el campo de la audición de la palabra de Dios, haciendo llegar la buena nueva a millones de personas.

La Iglesia se sentiría culpable ante Dios si no empleara esos poderosos medios, que la inteligencia humana perfecciona cada vez más. Con ellos la Iglesia «pregona sobre los terrados» el mensaje del que es depositaria. En ellos encuentra una versión moderna y eficaz del «púlpito». Gracias a ellos puede hablar a las masas.

Sin embargo, el empleo de los medios de comunicación social en la evangelización supone casi un desafío: el mensaje evangélico deberá, sí, llegar a través de ellos, a las muchedumbres, pero con capacidad para penetrar en las conciencias, para posarse en el corazón de cada hombre en particular, con todo lo que éste tiene de singularidad y personal, y con capacidad para suscitar en favor suyo una adhesión y un compromiso verdaderamente personales.

Por estos motivos, además de la proclamación, que podríamos llamar colectiva, del Evangelio, conserva toda su validez e importancia esa otra transmisión de persona a persona. El Señor la practicó frecuentemente —como lo prueban, por ejemplo, las conversaciones con Nicodemo, Zaqueo, la Samaritana, Simón el fariseo— y lo mismo hicieron los apóstoles. En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe? La urgencia de comunicar la Buena Nueva a las masas de hombres no debería hacer olvidar esa forma de anuncio mediante la cual se llega a la conciencia personal del hombre y se deja en ella el influjo de una palabra verdaderamente extraordinaria.

En efecto, solamente después de la venida del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, los Apóstoles salen hacia todas las partes del mundo para comenzar la gran obra de evangelización de la Iglesia, y Pedro explica el acontecimiento como la realización de la profecía de Joel: Yo derramaré mi Espíritu. Pablo mismo está lleno del Espíritu Santo antes de entregarse a su ministerio apostólico, como lo está también Esteban cuando es elegido diácono y más adelante, cuando da testimonio con su sangre. El Espíritu que hace hablar a Pedro, a Pablo y a los Doce, inspirando las palabras que ellos deben pronunciar, desciende también sobre los que escuchan la Palabra.

Gracias al apoyo del Espíritu Santo, la Iglesia crece. Él es el alma de esta Iglesia. Él es quien explica a los fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús y su misterio. Él es quien, hoy igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por él, y pone en los labios las palabras que por sí solo no podría hallar, predisponiendo también el alma del que escucha para hacerla abierta y acogedora de la buena nueva y del reino anunciado.

Las técnicas de evangelización son buenas, pero ni las más perfeccionadas podrían reemplazar la acción discreta del Espíritu. La preparación más refinada del evangelizador no consigue absolutamente nada sin él. Sin él, la dialéctica más convincente es impotente sobre el espíritu de los hombres. Sin él, los esquemas más elaborados sobre bases sociológicas o sicológicas se revelan pronto desprovistos de todo valor.

Puede decirse que el Espíritu Santo es el agente principal de la evangelización: él es quien impulsa a cada uno a anunciar el Evangelio y quien en lo hondo de las conciencias hace aceptar y comprender la Palabra de salvación. Pero se puede decir igualmente que él es el término de la evangelización: solamente él suscita la nueva creación, la humanidad nueva a la que la evangelización debe conducir, mediante la unidad en la variedad que la misma evangelización querría provocar en la comunidad cristiana. A través de él, la evangelización penetra en los corazones, ya que él es quien hace discernir los signos de los tiempos —signos de Dios— que la evangelización descubre y valoriza en el interior de la historia.

 

 

2.

De la carta encíclica Redemptoris missio, del papa Juan Pablo segundo

(Núms. 34-37)

Ámbitos de la misión ad gentes

La actividad misionera específica, o misión ad gentes, tiene como destinatarios «a los pueblos o grupos humanos que todavía no creen en Cristo», «a los que están alejados de Cristo», entre los cuales la Iglesia «no ha arraigado todavía», y cuya cultura no ha sido influenciada aún por el Evangelio. Esta actividad se distingue de las demás actividades eclesiales porque se dirige a grupos y ambientes no cristianos, debido a la ausencia o insuficiencia del anuncio evangélico y de la presencia eclesial. Por tanto, se caracteriza como tarea de anunciar a Cristo y a su evangelio, de edificación de la Iglesia local, de promoción de los valores del Reino. La peculiaridad de esta misión ad gentes está en el hecho de que se dirige a los «no cristianos». Por tanto, hay que evitar que esta «responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha confiado y diariamente se vuelve a confiar a su Iglesia» se vuelva una flaca realidad dentro de la misión global del pueblo de Dios y, consiguientemente, descuidada u olvidada…

La misión ad gentes en virtud del mandato universal de

Cristo no conoce confines. Sin embargo, se pueden delinear varios ámbitos en los que se realiza, de modo que se pueda tener una visión real de la situación.

a) Ámbitos territoriales. La actividad misionera ha sido definida normalmente en relación con territorios concretos. El concilio Vaticano II ha reconocido la dimensión territorial de la misión ad gentes, que también hoy es importante, en orden a determinar responsabilidades, competencias y límites geográficos de acción. Es verdad que a una misión universal debe corresponder una perspectiva universal. En efecto, la Iglesia no puede aceptar que límites geográficos o dificultades de índole política sean obstáculo para su presencia misionera. Pero también es verdad que la actividad misionera ad gentes, al ser diferente de la atención pastoral a los fieles y de la nueva evangelización de los no practicantes, se ejerce en territorios y entre grupos humanos bien definidos…

b) Mundos y fenómenos sociales nuevos. Las rápidas y profundas transformaciones que caracterizan el mundo actual, en particular el sur, influyen grandemente en el campo misionero: donde antes existían situaciones humanas y sociales estables, hoy día todo está cambiado. Piénsese, por ejemplo, en la urbanización y en el incremento masivo de las ciudades, sobre todo donde es más fuerte la presión demográfica. Ahora mismo, en no pocos países, más de la mitad de la población vive en algunas megalópolis, donde los problemas humanos a menudo se agravan incluso por el anonimato en que se ven sumergidas las masas humanas.

En los tiempos modernos la actividad misionera se ha desarrollado sobre todo en regiones aisladas, distantes de los centros civilizados e inaccesibles por las dificultades de comunicación, de lengua y de clima. Hoy la imagen de la misión ad gentes quizá está cambiando: lugares privilegiados deberían ser las grandes ciudades, donde surgen nuevas costumbres y modelos de vida, nuevas formas de cultura, que luego influyen sobre la población. Es verdad que la «opción por los últimos» debe llevar a no olvidar los grupos humanos más marginados y aislados, pero también es verdad que no se pueden evangelizar las personas o los pequeños grupos descuidando, por así decir, los centros donde nace una humanidad nueva con nuevos modelos de desarrollo. El futuro de las jóvenes naciones se está formando en las ciudades.

Hablando del futuro no se puede olvidar a los jóvenes, que en numerosos países representan ya más de la mitad de la población. ¿Cómo hacer llegar el mensaje de Cristo a los jóvenes no cristianos que son el futuro de continentes enteros? Evidentemente, ya no bastan los medios ordinarios de la pastoral; hacen falta asociaciones e instituciones, grupos y centros apropiados, iniciativas culturales y sociales para los jóvenes. He ahí un campo en el que los movimientos eclesiales modernos tienen amplio espacio para trabajar con empeño.

Entre los grandes cambios del mundo contemporáneo, las migraciones han producido un fenómeno nuevo: los no cristianos llegan en gran número a los países de antigua cristiandad, creando nuevas ocasiones de comunicación e intercambios culturales, lo cual exige a la Iglesia la acogida, el diálogo, la ayuda y, en una palabra, la fraternidad. Entre los emigrantes, los refugiados ocupan un lugar destacado y merecen la máxima atención. Éstos son ya muchos millones en el mundo y no cesan de aumentar; han huido de condiciones de opresión política y de miseria inhumana, de carestías y sequías de dimensiones catastróficas. La Iglesia debe acogerlos en el ámbito de su solicitud apostólica…

c) Áreas culturales o areópagos modernos. Pablo, después de haber predicado en numerosos lugares, una vez llegado a Atenas se dirige al areópago, donde anuncia el evangelio usando un lenguaje adecuado y comprensible en aquel ambiente. El areópago representaba entonces el centro de la cultura del docto pueblo ateniense, y hoy puede ser tomado como símbolo de los nuevos ambientes donde debe proclamarse el evangelio.

El primer areópago del tiempo moderno es el mundo de la comunicación, que está unificando a la humanidad y transformándola —como suele decirse— en una «aldea global». Los medios de comunicación social han alcanzado tal importancia que para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales. Las nuevas generaciones, sobre todo, crecen en un mundo condicionado por estos medios. Quizá se ha descuidado un poco este areópago: generalmente se privilegian otros instrumentos para el anuncio evangélico y para la formación social se dejan a la iniciativa de individuos o de pequeños grupos y entran en la programación pastoral sólo a nivel secundario. El trabajo en estos medios, sin embargo, no tiene solamente el objetivo de multiplicar el anuncio. Se trata de un hecho más profundo, porque la evangelización misma de la cultura moderna depende en gran parte de su influjo. No basta, pues, usarlos para difundir el mensaje cristiano y el magisterio de la Iglesia, sino que conviene integrar el mensaje mismo en esta «nueva cultura» creada por la comunicación moderna. Es un problema complejo, ya que esta cultura nace, aun antes que de los contenidos, del hecho mismo de que existen nuevos modos de comunicar con nuevos lenguajes, nuevas técnicas, nuevos comportamientos psicológicos. Mi predecesor Pablo VI decía que «la ruptura entre evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo»; y el campo de la comunicación actual confirma plenamente este juicio.

Existen otros muchos nuevos areópagos del mundo moderno hacia los cuales debe orientarse la actividad misionera de la Iglesia. Por ejemplo, el compromiso por la paz, el desarrollo y la liberación de los pueblos; los derechos del hombre y de los pueblos, sobre todo los de las minorías; la promoción de la mujer y del niño; la salvaguardia de la creación, son otros tantos sectores que han de ser iluminados con la luz del evangelio.

Hay que recordar, además, el vastísimo areópago de la cultura, de la investigación científica, de las relaciones internacionales, que favorecen el diálogo y conducen a nuevos proyectos de vida. Conviene estar atentos y comprometidos con estas instancias modernas. Los hombres se sienten como navegantes en el mar tempestuoso de la vida, llamados siempre a una mayor unidad y solidaridad: las soluciones a los problemas existenciales deben ser estudiadas, discutidas y experimentadas con la colaboración de todos

 

 

 

3.

 

De una meditación del beato Santiago Alberione, presbítero

(Archivo FSP, voz «San Paolo»)

San Pablo es nuestro modelo

 

Admiramos a san Pablo y tornan a nuestra mente todas sus grandes hazañas. Revivimos sus viajes apostólicos en los que recorrió el mundo llevando por todas partes a Jesucristo y a Jesucristo crucificado. Fue en busca de almas: desde los habitantes de las montañas de Oriente y de Asia Menor, hasta los atenienses que se asentaban en el areópago para discutir de altísima filosofía; hasta los romanos, los grandes dominadores del mundo de entonces: él no faltó a nadie; más bien, como se ha dicho, le faltaron a él los pueblos.

Es por la profundidad de su doctrina, sus virtudes heroicas, sus dotes de escritor, los carismas que le acompañaban, la constancia, la fortaleza, el celo y la dulzura de su trato, que atraían a él a tanta gente, por lo que él fundó todas las Iglesias de las que se habla en los Hechos de los apóstoles y en la historia de la Iglesia.

¿Por qué es tan grande san Pablo? ¿Por qué realizó obras tan maravillosas? ¿Por qué, año tras año, su doctrina, su apostolado y su misión en la Iglesia de Jesucristo se conocen, se admiran y celebran cada vez más? Él es uno de los santos que día a día rejuvenecen, dominan y conquistan. ¿Por qué? El porqué hay que buscarlo en su vida interior. Ahí está el secreto.

Cuando hay vida interior uno se convierte en semilla: la planta permanece por algún tiempo escondida, ya que todo está encerrado en un embrión oculto bajo tierra; pero cuando el embrión se desarrolla, la semilla aparece primero como una plantita, luego como un arbusto, y por fin como una planta grande y magnífica. Pues bien: el apóstol Pablo vivía una profunda vida interior: él meditaba, oraba…

Encontramos además en él toda clase de virtudes: virtudes individuales, sociales y apostólicas; las virtudes que perfeccionan al hombre en sí mismo y las que le convienen en sus relaciones con los demás hombres. No es casualidad que el Señor nos haya dado a san Pablo como modelo. San Pablo reúne en sí todas las virtudes de un apóstol, y en primer lugar el celo y la prudencia…

En algunas ocasiones se nos muestra con un ingenio realmente agudo, como un hombre santamente sagaz, con una sagacidad tan grande que casi sería condenable por prudencia humana. Pero la realidad es bien diversa. Él amaba al Señor y lo amaba con un amor práctico, y sabía servirse al efecto de todos los medios lícitos que Dios ponía a su disposición. Él fue el hombre de la oración: fue el espíritu de oración el que le sostuvo en medio de los múltiples padecimientos y tentaciones. Quien ora es fuerte.

Escribió catorce cartas. Al principio san Pablo parece un poco duro, pues sus argumentaciones son difíciles; por eso se requiere un esfuerzo; pero a medida que se hace un poco de esfuerzo se va haciendo más comprensible. Sería indigno que los hijos de san Pablo recibieran catorce cartas de su padre y no leyesen ni una sola; ¿qué diríamos?

Las cartas de san Pablo ayudan a elevarse cuando uno se siente a ras de tierra, dirigen hacia la más alta perfección y tienen para vosotros un lenguaje especial. Si me decís que tenéis dificultad en comprenderlas, os respondo: «Decid a san Pablo: “Explícanos, padre”.» ¿Qué luces, qué gracias no ha de conceder san Pablo, y antes de nada la de poder entender sus cartas? Todas las personas que tomaron gusto en la lectura de san Pablo llegaron a ser espíritus fuertes. Quien lee a san Pablo, quien se familiariza con él, llega a adquirir poco a poco un espíritu semejante al suyo. Con sólo leer los escritos paulinos se alcanza la gracia de llegar a ser auténticos paulinos.

San Pablo es, pues, nuestro modelo. Él se propone a sí mismo como ejemplo, pero no como ejemplo absoluto, sino en la medida y en el modo como él imitaba a Jesucristo, que es verdaderamente el modelo absoluto de toda perfección. Dice él: Me he hecho forma para vosotros. ¿Qué quiere decir «forma»? Cuando habéis compuesto un libro y lo habéis ajustado, metéis la forma en la máquina. Y quiere decir que sobre esa forma, sobre esa composición, se deben imprimir las copias. Él es la forma sobre la  que han de imprimirse los paulinos y las paulinas: todos según esta forma divina. Para nosotros es una gracia: el Señor nos propone y nos coloca delante este modelo: conformaos a vuestro Padre; es decir, imprimíos sobre la misma forma. Cuando se va a hacer una estatua de san Pablo, igualmente, se hace antes el molde y luego se vierte en el molde el cemento o la escayola. Consideremos a san Pablo como nuestro «molde». Es molde en toda clase de virtudes y en el apostolado. Hemos de imitar sus virtudes en nuestra vida personal y además en el apostolado.

Debemos vivir, es decir, pensar, actuar, trabajar, como él pensó, actuó y trabajó por la salvación de los hombres; como él oró. ¡Ser de veras paulinos y paulinas! De aquí el programa general: llegar a ser auténticos paulinos y auténticas paulinas.

 

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