Invitación

El fin último de nuestra creación, redención y santificación es la gloria de Dios. Hemos sido creados, redimidos y santificados para dar gloria a Dios en esta vida y en la eternidad. Dios ha dispuesto que las criaturas inteligentes encuentren su felicidad en darle gloria a él.

La preparación más directa para entrar en el cielo consiste en vivir la enseñanza de san Pablo: «Lo que hacéis, hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor y no a los hombres» (Col 3,23). Esta ha de ser la primera y constante preocupación de quien tiende a la santidad. Es como anticipar la vida del cielo.

Vivir en Cristo. El medio general y necesario para conseguir la felicidad eterna es la santificación de todo nuestro ser. Y esta se lleva a cabo viviendo en Jesucristo: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1Jn 4,9). Él es la vid, y el hombre, el sarmiento: si el sarmiento vive

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de la savia santificadora de Jesucristo, da frutos de vida eterna; separado de Cristo-vid se seca y no sirve más que para el fuego (cf Jn 15,1-8).

Esta unión con Cristo debe ser plena: mediante la fe en su palabra, la imitación y la participación en su vida por la gracia.

Camino hacia la santidad. La vida presente es preparación de todo nuestro ser –mente, voluntad, corazón y cuerpo– para el cielo. Nuestra morada definitiva es la eternidad: o salvados para siempre con Dios, o condenados para siempre alejados de él.

Nuestra tarea, absolutamente necesaria y esencial, es la salvación. En este mundo estamos sometidos a una prueba; y dichoso el hombre que, superada la prueba, recibe el premio. Para superar esta prueba, hemos de conocer, servir y unirnos al Señor, amándolo con todo el corazón y sobre todas las cosas, porque él es nuestro bien supremo y nuestra eterna felicidad.

Todos los dones naturales y sobrenaturales de que disponemos en la tierra son medios para conseguir la salvación. El Maestro divino dice: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida?» (Mt 16,26).

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El llamado a la vida religiosa, y todo el que quiera asegurarse el cielo, debe trabajar con ahínco en su propia santificación. Y quien ha emitido la profesión, ha asumido la obligación estricta de tender a la santidad, no solo por los compromisos contraídos, sino también por la abundancia de medios que la divina Bondad pone a su alcance.

Se requiere un trabajo intenso y constante que, aunque fatigoso, es el más noble y consolador. En el estado actual del hombre, debilitado por el pecado, ese trabajo tiene dos vertientes:

1ª. Eliminar el mal, fruto de las malas inclinaciones internas y de la acción del maligno y del mundo, mediante el combate espiritual, la abnegación, y la huida de los peligros y del pecado: «Evita el mal».

2ª. Conducir a la unión sobrenatural con Dios. Todo el hombre debe orientarse y unirse a Dios: la mente, con una vida de fe; la voluntad, con una vida virtuosa; el corazón, con sentimientos sobrenaturales: «Haz el bien».

Jesucristo, camino, verdad y vida. En Dios reside todo bien para la vida presente y para la eterna.

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Nuestra unión con Dios se realiza por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo. Jesús es el mediador entre Dios y el hombre. Él realizó su misión mediante sus tres principales ministerios: de maestro y doctor, como verdad; de rey y pastor, como camino; de sacerdote y víctima, como vida.

Dijo el Maestro divino: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida» (Jn 14,6). Es decir: «Yo soy el camino que has de recorrer, la verdad que debes creer y la vida que tienes que esperar» (Imit. 3,56). Él vive en la persona que está en gracia, y la persona en gracia vive en él, para gloria de Dios y paz de los hombres.

Jesucristo realiza esta obra en cada persona concreta por medio de la Iglesia. Ella proclama las mismas verdades, guía a los fieles con amoroso gobierno y comunica la gracia santificando a los hombres con los sacramentos. Así podemos vivir en Cristo aquí en la tierra, para vivir luego eternamente felices en el cielo.

El buen combate de la fe. Se pierde quien se aleja de Dios con el pecado, que es «distanciamiento de Dios y apego a las criaturas»: al pecado le sigue la ruina espiritual. Se salva, en cambio, quien busca a Dios: «desapego de las criaturas y acercamiento a Dios».

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Nuestros propósitos y el verdadero trabajo espiritual han de tener un aspecto negativo y otro positivo. Por ejemplo: lucha contra la soberbia, y esfuerzo para sustituirla por la humildad; lucha contra la concupiscencia de la carne para sustituirla por la renuncia y la castidad; lucha contra la avaricia y la comodidad, para sustituirlas por el amor y la pobreza. Se trata de despojarse del viejo Adán para revestirse del hombre nuevo, Jesucristo (cf Ef 4,24).

En el hombre, aunque sujeto a muchas pasiones y malas inclinaciones, hay siempre una que predomina. El trabajo espiritual consiste en conocerla, dominarla y ponerla al servicio de Dios, practicando la virtud contraria.

Dividir el campo de acción y tomar un punto en particular es un método sabio, que hace más fácil y eficaz el trabajo.

Este trabajo se programará:
1.º En los ejercicios espirituales y en el retiro mensual. Cada uno hace su revisión de vida y, con el consejo del confesor, formula el propósito principal.

2.º En las revisiones de vida o exámenes de conciencia preventivos, particulares y generales que se hacen todos los días; luego, en los semanales, mensuales y anuales.

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3.º Durante la jornada, ejerciendo una vigilancia constante sobre los pensamientos, sentimientos y acciones, para hacer lo contrario de lo que nos pide la mala inclinación: «Actúa en contra».

4.º En la meditación diaria, como también en la celebración y en la adoración eucarística y en el rosario de cada día, renovando el propósito y orando incesantemente para conseguir la victoria.

La revisión de vida produce, como fruto principal, el conocimiento de nosotros mismos. La meditación tiende especialmente a reforzar la voluntad y a mantener los propósitos. La comunión aumenta en nosotros la gracia y realiza la unión con Cristo.

La lectura espiritual, lo mismo que las pláticas y conferencias, tienen, sobre todo, la finalidad de instruir la mente.

La adoración y la celebración eucarística abarcan los tres frutos: instruir la mente, reforzar la voluntad y dar la vida de la gracia al corazón. Pero, en la práctica, estos tres frutos no están nunca aislados. Y no conviene preocuparse por distinguirlos, ya que el hombre es siempre uno y la perfección consiste en unirse a Jesucristo.

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Todo propósito, para que sea completo y nos una a Dios en Cristo, debe involucrar la mente, la voluntad y el corazón. Por ejemplo, si se pretende sustituir la soberbia por la humildad, conviene cultivar en la mente, a partir de la fe, pensamientos humildes; imitar a Cristo en su vida humilde, con la voluntad; y cultivar sentimientos de humildad con el corazón, pidiendo esta gracia sublime con la oración. Esto vale para cualquier otra virtud.

De este modo, el individuo irá alejando del mal su mente, su voluntad y su corazón, y en Jesucristo se unirá totalmente a Dios, que es el bien supremo y la eterna felicidad.

Incorporados a Cristo. En realidad, todas las devociones están ordenadas a la única y auténtica devoción: la adhesión a Jesucristo, camino, verdad y vida. Las diversas prácticas y devociones son medios para vivir en Jesucristo; y por él, con él y en él, dar gloria a Dios. En esto consiste la vida eterna, anticipada ya en la tierra y plenamente dichosa en el cielo.

Incorporados a Jesucristo, viviremos con él en el cielo. La gloria es el premio total: para la mente, por la visión; para la voluntad, por el amor beatífico; para el corazón, por el gozo

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eterno; para el cuerpo, por la glorificación. «Yo os transmito el reino como me lo transmitió mi Padre a mí» (Lc 22,29), dice el Divino Maestro. Escribe san Pablo: «Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados. Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá» (Rom 8,16-18).

Sac. G. Alberione

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